El pintor y la pintada. (Relato romántico)
Edición sobre foto de César Santos |
El repique de
sus tacones le aseguraba que aún pisaba suelo firme y la gabardina de charol
ceñida a su cintura impedía que se le saliera el corazón. Iba leyendo el
mensaje en el móvil mientras caminaba, cosa que no acostumbraba a hacer, pero
acaba de recibir un correo de su jefe que presagiaba lo peor, se temía que esa
trepa de su nueva compañera por fin lo hubiera conseguido. De pronto sintió
quedarse pegada en algo, miró de pasada, aún con la mente en el móvil y vio en
la valla blanca el faldón de su gabardina. Lo retiró de un manotazo y dejó
parte del tejido verde pegado en la valla y pintura blanca en su
gabardina. ¡Soltó un juramento!
Él levantó la
cabeza por la coincidencia de escuchar la misma palabra que iba a disparar su
boca al leer el correo que desestimaba por segunda vez su denuncia.
Enfrente de él
había una chica vestida con una brillante gabardina verde botella. Entre el
volado de la espalda y el vuelo de la falda parecía una sofisticada lamparita
de mesita de noche de hotel, con largas y finas pantorrillas acabadas en unos
tacones a juego; sin duda, los que venían martilleando la calle y su cerebro
desde hacía un rato.
Ella se dio la
vuelta. Con la melena voluminosa alrededor de su cara y la boca abierta parecía
un perrito a punto de ladrar. Le apuntaba repetidamente con el móvil como si
fuera un mando a distancia y quisiera que le enviara las palabras que no salían
de su boca por teleondas.
Él debía decir
algo, algo qué, fuera lo que fuese, estaba jodido.
–¿No has visto
el cartel de advertencia dos metros antes? ¿Ni el que está sobre la valla? –De
acuerdo, una pregunta innecesaria y «tocanarices» a juzgar por su mirada.
–¿Te
parece a ti que lo he leído? –preguntó entre dientes –. ¿No debías tú de estar
pendiente, en lugar de estar ahí sentado mirando el móvil?
Él se contuvo
y miró el teléfono que ella sostenía en la mano con elocuencia.
–Estamos
en tablas me parece a mí.
–¿En
tablas, sabes lo que me ha costado esta gabardina?
–¿Y tú
sabes lo que me ha costado a mí pintar la valla?
–Oh, sí, mira
el pintorcito que se cree ahora que su tiempo es más valioso –dijo con toda la
prudencia perdida por la crisis de nervios en la que se encontraba. La voz le
titubeó un poco cuando el «pintorcito se puso de pie y resultó sacarle una
cabeza y taparle con los hombros la visión de la acera de enfrente–. No, no
tienes ni ni idea de lo que me ha costado esta gabardina.
–Y tú señorita
CEO –dijo con una voz engañosamente tranquila– pareces confundir lo que hago
con lo que soy, ándate con ojo que tenías dos carteles bien grandes
anunciándote el peligro y me temo que te vas a ir a reclamarle al maestro
armero, eso si es que te apetece seguir tirando el dinero, claro.
Ella se quedó
respirando aturdida, a quién le iba a reclamar, ¿iba a poner una denuncia?, ¿tenía ganas
de eso en ese momento? Lo miró y vio sus ojos obstinados, la arrogancia de su
porte ahí plantado delante de ella con un mono desechable cerrado hasta la
garganta, y supo por instinto que ese hombre no estaba acostumbrado a perder
por mucho que la vida lo hubiera puesto a pintar vallas.
Sintió un
pinchazo en la conciencia, quién era ella para hablarle así. ¿Quién era ella?
¿A qué venían esas ínfulas si consentía que una trepa cualquiera la echara de
su trabajo? Ese era el verdadero problema y no la gabardina, ni la pintura, ni
el pintor. Parpadeó muy quieta, lo miró por unos segundos como si saliera de
una neblina y continuó andando sin más la calle, con el móvil colgando de su
mano muerta, y los pasos lentos y sin rumbo. Giró la manzana y se dejó caer en
el primer banco que se encontró y que contemplaba un parque al otro lado del
tráfico.
Él la
vio alejarse. Llevaba el bolso agarrado en una mano y el móvil en la otra con
un paso derrotado y se le ocurrió pensar que no era por la pintura, no parecía
de las que se venían abajo por tan poca cosa, algo la traía distraída. Había
sido una mala idea querer ventilar su mente y su mal humor volviendo a sus
orígenes, los tiempos habían cambiado y cuando solía ayudar a su padre con el
trabajo de pintura la gente aún no llevaba smartphones. Sus precauciones se
habían quedado obsoletas.
Media hora
después había terminado la siguiente capa de pintura, se había quitado el mono
y volvía en la furgoneta corporativa a la empresa de su padre, giró la manzana
y por uno de esos impulsos irracionales que no sabemos de dónde surgen, le dio
por buscarla, nunca se sabía, por si se hubiera entretenido con algo y al
detenerse en el semáforo, allí estaba, sentada en un banco, la chica que no
había conseguido quitarse de la cabeza en todo ese rato, le remordía la
conciencia, al fin y al cabo, su padre pagaba un seguro para esos contratiempos
y no era justo que ella se quedara sin esa encantadora gabardina, que de ahora
en adelante participaría en muchas de sus fantasías, solo porque su exsocio le
hubiera vendido sus secretos a la competencia y destruido así su negocio.
Aparcó el
coche donde no debía y se dirigió hacia ella. Se acercó con cuidado y le pisó
con delicadeza la punta del zapato. Ella levantó la cabeza sobresaltada, lo
miró sin reconocerlo, pero no dijo nada porque algo en su inconsciente le decía
que tenía algo familiar, hasta que cayó.
–¿Qué pintas
aquí? –preguntó extrañada.
A él le hizo gracia la elección de palabras.
–Mi
imagen espero. Acabo de terminar de pintar la valla, te he visto y me he dicho:
“la ocasión la pintan calva”.
–¡Qué
expresión más pintoresca! –Le siguió el juego.
–Me viene que
ni pintada para lo que quiero decirte: ¿puedo? –preguntó haciendo gesto de
sentarse.
–Como quieras,
pero esa mancha en la gabardina es pintura fresca, así que ojo.
Él
sonrió y como si de un efecto mariposa se tratara el parque de enfrente pareció
iluminarse unos grados, o tal vez era la amenaza de lluvia que se estaba
esfumando.
–Se me ha
ocurrido que mi padre tiene un seguro para estas cosas –dijo señalando con los
ojos la mancha.
–¿De veras?
Eso estaría bien, hoy ya he perdido demasiado.
–¿Algo
irreparable?
–¿El amor
propio se repara?
–Por supuesto
que sí, yo empiezo a sentir que se repara el mío –dijo y sacó una mano grande y
capaz con la palma para arriba–. ¿Ese amor propio te permitiría estrecharle la
mano a un pintorcito?
Ella se rio
pese a sí misma, miró la mano y en esa posición no podía estrecharla
formalmente o si … ¡Qué diablos!, puso su mano sobre la de él. Él sonrió y la
apretó suavemente y ya no la soltó; ella tampoco.
–¿No era la
pintura, verdad? –preguntó él simplemente y tocó sus uñas una a una con el
pulgar.
–No, no era la
pintura –reconoció sin pensárselo.
–Lo mío
tampoco –A ella la respuesta le pareció ambigua, pero eso era lo de menos,
quería sentir su pulgar y lo acarició con su índice, él le repasó
cadenciosamente el lateral delicado del dedo.
–¿Parece que pinta un nuevo horizonte, no crees? –preguntó él mirando a las montañas que se extendían lejanas, más allá del parque e introdujo cada uno de sus dedos entre los de ella. Ambos cerraron el puño con fuerza.
FIN.
Comentarios
Publicar un comentario
Aquí puedes dejarme tu comentario, gracias.