El pintor y la pintada. (Relato romántico)

Edificio España de Madrid en primer plano y una chica con una gabardina verde en segundo
Edición sobre foto de César Santos

El repique de sus tacones le aseguraba que aún pisaba suelo firme y la gabardina de charol ceñida a su cintura impedía que se le saliera el corazón. Iba leyendo el mensaje en el móvil mientras caminaba, cosa que no acostumbraba a hacer, pero acaba de recibir un correo de su jefe que presagiaba lo peor, se temía que esa trepa de su nueva compañera por fin lo hubiera conseguido. De pronto sintió quedarse pegada en algo, miró de pasada, aún con la mente en el móvil y vio en la valla blanca el faldón de su gabardina. Lo retiró de un manotazo y dejó parte del tejido verde pegado en la valla y pintura blanca en su gabardina. ¡Soltó un juramento! 

Él levantó la cabeza por la coincidencia de escuchar la misma palabra que iba a disparar su boca al leer el correo que desestimaba por segunda vez su denuncia. 

Enfrente de él había una chica vestida con una brillante gabardina verde botella. Entre el volado de la espalda y el vuelo de la falda parecía una sofisticada lamparita de mesita de noche de hotel, con largas y finas pantorrillas acabadas en unos tacones a juego; sin duda, los que venían martilleando la calle y su cerebro desde hacía un rato.

Ella se dio la vuelta. Con la melena voluminosa alrededor de su cara y la boca abierta parecía un perrito a punto de ladrar. Le apuntaba repetidamente con el móvil como si fuera un mando a distancia y quisiera que le enviara las palabras que no salían de su boca por teleondas.

Él debía decir algo, algo qué, fuera lo que fuese, estaba jodido. 

–¿No has visto el cartel de advertencia dos metros antes? ¿Ni el que está sobre la valla? –De acuerdo, una pregunta innecesaria y «tocanarices» a juzgar por su mirada.

 –¿Te parece a ti que lo he leído? –preguntó entre dientes –. ¿No debías tú de estar pendiente, en lugar de estar ahí sentado mirando el móvil? 

Él se contuvo y miró el teléfono que ella sostenía en la mano con elocuencia.

 –Estamos en tablas me parece a mí.

 –¿En tablas, sabes lo que me ha costado esta gabardina?

 –¿Y tú sabes lo que me ha costado a mí pintar la valla? 

–Oh, sí, mira el pintorcito que se cree ahora que su tiempo es más valioso –dijo con toda la prudencia perdida por la crisis de nervios en la que se encontraba. La voz le titubeó un poco cuando el «pintorcito se puso de pie y resultó sacarle una cabeza y taparle con los hombros la visión de la acera de enfrente–. No, no tienes ni ni idea de lo que me ha costado esta gabardina. 

–Y tú señorita CEO –dijo con una voz engañosamente tranquila– pareces confundir lo que hago con lo que soy, ándate con ojo que tenías dos carteles bien grandes anunciándote el peligro y me temo que te vas a ir a reclamarle al maestro armero, eso si es que te apetece seguir tirando el dinero, claro. 

Ella se quedó respirando aturdida, a quién le iba a reclamar, ¿iba a poner una denuncia?, ¿tenía ganas de eso en ese momento? Lo miró y vio sus ojos obstinados, la arrogancia de su porte ahí plantado delante de ella con un mono desechable cerrado hasta la garganta, y supo por instinto que ese hombre no estaba acostumbrado a perder por mucho que la vida lo hubiera puesto a pintar vallas. 

Sintió un pinchazo en la conciencia, quién era ella para hablarle así. ¿Quién era ella? ¿A qué venían esas ínfulas si consentía que una trepa cualquiera la echara de su trabajo? Ese era el verdadero problema y no la gabardina, ni la pintura, ni el pintor. Parpadeó muy quieta, lo miró por unos segundos como si saliera de una neblina y continuó andando sin más la calle, con el móvil colgando de su mano muerta, y los pasos lentos y sin rumbo. Giró la manzana y se dejó caer en el primer banco que se encontró y que contemplaba un parque al otro lado del tráfico.

 Él la vio alejarse. Llevaba el bolso agarrado en una mano y el móvil en la otra con un paso derrotado y se le ocurrió pensar que no era por la pintura, no parecía de las que se venían abajo por tan poca cosa, algo la traía distraída. Había sido una mala idea querer ventilar su mente y su mal humor volviendo a sus orígenes, los tiempos habían cambiado y cuando solía ayudar a su padre con el trabajo de pintura la gente aún no llevaba smartphones. Sus precauciones se habían quedado obsoletas. 

Media hora después había terminado la siguiente capa de pintura, se había quitado el mono y volvía en la furgoneta corporativa a la empresa de su padre, giró la manzana y por uno de esos impulsos irracionales que no sabemos de dónde surgen, le dio por buscarla, nunca se sabía, por si se hubiera entretenido con algo y al detenerse en el semáforo, allí estaba, sentada en un banco, la chica que no había conseguido quitarse de la cabeza en todo ese rato, le remordía la conciencia, al fin y al cabo, su padre pagaba un seguro para esos contratiempos y no era justo que ella se quedara sin esa encantadora gabardina, que de ahora en adelante participaría en muchas de sus fantasías, solo porque su exsocio le hubiera vendido sus secretos a la competencia y destruido así su negocio. 

Aparcó el coche donde no debía y se dirigió hacia ella. Se acercó con cuidado y le pisó con delicadeza la punta del zapato. Ella levantó la cabeza sobresaltada, lo miró sin reconocerlo, pero no dijo nada porque algo en su inconsciente le decía que tenía algo familiar, hasta que cayó. 

–¿Qué pintas aquí? –preguntó extrañada. 

A él le hizo gracia la elección de palabras.

 –Mi imagen espero. Acabo de terminar de pintar la valla, te he visto y me he dicho: “la ocasión la pintan calva”. 

–¡Qué expresión más pintoresca! –Le siguió el juego. 

–Me viene que ni pintada para lo que quiero decirte: ¿puedo? –preguntó haciendo gesto de sentarse. 

–Como quieras, pero esa mancha en la gabardina es pintura fresca, así que ojo.

 Él sonrió y como si de un efecto mariposa se tratara el parque de enfrente pareció iluminarse unos grados, o tal vez era la amenaza de lluvia que se estaba esfumando. 

–Se me ha ocurrido que mi padre tiene un seguro para estas cosas –dijo señalando con los ojos la mancha.

–¿De veras? Eso estaría bien, hoy ya he perdido demasiado.

–¿Algo irreparable? 

–¿El amor propio se repara? 

–Por supuesto que sí, yo empiezo a sentir que se repara el mío –dijo y sacó una mano grande y capaz con la palma para arriba–. ¿Ese amor propio te permitiría estrecharle la mano a un pintorcito? 

Ella se rio pese a sí misma, miró la mano y en esa posición no podía estrecharla formalmente o si … ¡Qué diablos!, puso su mano sobre la de él. Él sonrió y la apretó suavemente y ya no la soltó; ella tampoco.

–¿No era la pintura, verdad? –preguntó él simplemente y tocó sus uñas una a una con el pulgar. 

–No, no era la pintura –reconoció sin pensárselo.

–Lo mío tampoco –A ella la respuesta le pareció ambigua, pero eso era lo de menos, quería sentir su pulgar y lo acarició con su índice, él le repasó cadenciosamente el lateral delicado del dedo. 

–¿Parece que pinta un nuevo horizonte, no crees? –preguntó él mirando a las montañas que se extendían lejanas, más allá del parque e introdujo cada uno de sus dedos entre los de ella. Ambos cerraron el puño con fuerza.                     

FIN.


Comentarios

Artículos populares

La disonancia del amor

La asimetría del amor